Creadores - Cultura
La edad de las etiquetas
La única lección real es que la vida es circular, la condición humana no varía, los problemas existenciales son básicamente siempre los mismos.
–Nos gustan las etiquetas porque tenemos todas –solía responder Dani Ferrandis, el guitarrista de mi antiguo grupo, cuando nos preguntaban si nos importaba que nos llamasen rockeros o poperos o pijos o superficiales.
–Además –añadía yo, poniendo un poco de mesura– da un poco igual, porque no depende de nosotros.
La realidad es que en aquellos años –en torno a 2017– ya estaba en boga la moda reduccionista de etiquetarlo todo. Los políticos escribían pequeños poemas en prosa autodefiniéndose. A sus atributos profesionales añadían el de padre o madre y luego alguna coletilla final para quitarse hierro, algo del tipo “y del equipo de mi barrio”, o “aficionada a los atardeceres”. Los ciudadanos de a pie no eran menos. Noches enteras invertidas en acotarse a uno mismo, en presentarse al mundo. Especialmente complicado resultaba etiquetarse cuando las profesiones ejercidas eran colindantes: periodista, guionista, novelista… Había que incluirlas todas, cuando lo lógico era decir que uno se dedicaba a escribir. Pero podía más el miedo a dejarse algo fuera.
Todas estas cosas yo las veía como las movidas de los mayores y a la vez como sujeto etiquetado, por tanto me salía un sentimiento entre reaccionario y pasotilla –el que tienen los niños pequeños en sus interacciones con los adultos– y airado apartaba un mechón de mi frondoso pelo resoplando. Fua, qué pereza, chaval.
Luego han pasado unos años y, a mis veintimuchos, me he encontrado opinando e incluso escribiendo sobre los que vienen por detrás de mí. Evidentemente, desde la superioridad. Pocas veces abrimos la boca para decir que alguien es mejor que nosotros; es mucho más común que lo hagamos para señalar lo que no nos gusta, con el añadido de que los defectos que encontramos en los demás son los que menos toleramos en nosotros mismos. Un espejo.
Pero eso eran puros arrebatos, o pura necesidad de escribir. La única lección real es que la vida es circular, la condición humana no varía, los problemas existenciales son básicamente siempre los mismos. Los mayores siempre miramos a los de abajo con una mezcla de esperanza –y admiración, porque la juventud en sí es admirable, como la belleza– y desconfianza, quizás porque no entendemos del todo lo que hacen o piensan.
De la Generación Z yo he dicho que no tienen apetito por la vida, o que viven aislados. Desde fuera se les ha llamado blandos, frágiles como el cristal. Inconsistentes, falsos. Las etiquetas positivas tienen que ver con la tolerancia, la inclusividad, el respeto a la sensibilidad… Características que, según la boca que las enumere, tienen más en común con las ganas de señalar su tontería que con un verdadero elogio. Es como si sacase nuestro “gruñón en la mecedora” interior.
Pero es que esta historia es más vieja que el mundo. A fin de cuentas, cuando se dice que “en mi época todo era mejor” lo que se quiere decir de verdad es “cuando yo era joven todo era mejor”, pero no por mejor, sino por joven. Yo, que todavía los tengo cerca, todavía puedo apreciar muchas cosas buenas aunque a veces los haya criticado.
Su facilidad para abrirse al mundo, por ejemplo. Muchas de las inseguridades clásicas, de las zancadillas que nos ponemos los mayores, en ellos no existen. Se enseñan sin complejos. Y, como dice Montaigne, las pasiones son como el aguijón de una avispa, y es mejor tenerlas apuntando hacia fuera que hacia dentro.
También está por ver si su activismo hipócrita es peor que el nihilismo cínico de generaciones pasadas. Al menos quieren creer, que siempre es el primer paso hacia algún lado. Y su aparente falta de pasión por los grandes placeres adultos (del sexo al alcohol) tendrá algo que ver con el móvil y las pantallas, pero también con que nosotros teníamos mucha prisa por hacernos mayores.
Como a todas las generaciones, se ha puesto mucho empeño en definirlos, en comprenderlos, quizás porque ponerle nombre a las cosas es hacerlas existir, quizás también porque la Gen Z ha sido especialmente prolífica a la hora de etiquetar, ya sean desequilibrios emocionales o tendencias de Tik Tok. La pregunta es, ¿y qué pensarán ellos de todo esto?
Ante el mar de opiniones del que este artículo forma parte, me imagino a un chico o chica que, como yo hace unos años, mirará con cierto desdén a los mayores y, apartando un mechón de su pelo de un resoplido, pensará “fua, qué pereza, chaval”. Y luego seguirá con su vida. Que no se olvide, eso sí, de la otra cara de la moneda: dentro de unos años llegará otra generación a la que esta persona observará, mitad fascinada y mitad desorientada, y ante la que sentirá la tentación de decir lo mismo que todos los que le precedieron. En mi época, todo era mejor.
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